Esta entrada es un
puente entre la primera época de este blog, relacionada con el proyecto
"Transformaciones lectoras" en México, y su nueva época que todavía
está "en construcción". Coincidiendo con la "Semana de los
libros prohibidos", en esta entrada Áurea reflexiona
sobre la relación entre los derechos humanos, la censura y la literature
infantil y juvenil en México.
Áurea Xaydé Esquivel Flores (México, 1987).
Licenciada en Letras Hispánicas por la UNAM y estudiante de maestría en Letras
Modernas por la Universidad Iberoamericana. Sus pasiones son la LIJ, la
narrativa gráfica, la teoría literaria y la literatura comparada.
En 2015, el Instituto de
Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, a
través del Área de Investigación Aplicada y Opinión, se dio a la tarea de
sondear el conocimiento, nociones, actitudes y representaciones de los
mexicanos sobre temas de interés social. Para ello, aplicó veinticinco
encuestas diferentes a 1,200 personas de más de 15 años de edad en todo el
país, ofreciéndonos un panorama a escala de lo que está sucediendo en un
territorio de más de 112 millones 336 mil 538 habitantes (INEGI s.f.). Una
de dichas encuestas gira en torno a los conceptos de infancia, adolescencia y
juventud, sus condiciones de vida, posibilidades de desarrollo, exposición a la
violencia, etc. Dicho estudio arroja resultados valiosísimos al tratar de
entender y articular hipótesis en torno a la literatura infantil y juvenil
(LIJ), su producción, valoración y distribución en tanto fenómeno social y
cultural.
El
primer dato duro que nos interesa señalar —para llevar a cabo un ejercicio de perspectiva
— se relaciona con el total de la
población de la República Mexicana: hacia 2010, de 112 millones 336 mil 538
habitantes, 62 millones 222 mil 356 tenían de 0 a 29 años (Fuentes et al. 2015:37),
es decir, más de la mitad de los mexicanos eran jóvenes. No obstante —y sin entrar en pormenores sobre qué es ser “joven” en
términos biológicos, psicológicos o jurídicos—, esta condición conlleva una desventaja social debido a que restringe los derechos humanos que se le otorgan a este grupo, es decir, cuanto más joven sea el individuo, menos derechos se le reconocen. Por
ejemplo:
·
Al
preguntar qué derechos deberían tener los
niños, sólo un 65.9% (de 1,200
encuestados, recordemos) admitió que deben tener los que dicta la ley. ¿Y el 34.1% restante? 26% dijo que sólo deben tener los
derechos que sus padres quieran darles, 5.3% dijo que no tienen
derechos porque son menores de edad y el 2.8% dio una respuesta diferente,
no supo o no contestó[1]
(45).
·
Al
preguntar qué derechos deberían tener los
adolescentes, los números no son mucho mejores, pues un 71.2% respondió que los que dicta la ley, mientras que 21.6% dijo que sólo los que sus padres les quieran dar, un 3.7% que no tienen derechos por ser menores de edad y el 3.5% dio una
respuesta diferente, no supo o no contestó (46).
El
problema, sin embargo, no se limita a los derechos, sino que se extiende al
lugar que ocupan dentro de nuestra sociedad como sujetos políticos. En otra
consulta, un 59.2% de los encuestados pensó que los niños deberían ser
considerados ciudadanos, un 26.8% que no son ciudadanos, un 10.8% que son
futuros ciudadanos y un 3.2% respondió algo distinto, no supo o no contestó
(82).
Con
estos datos en mente, las dinámicas culturales que rodean al libro dirigido al
niño o al adolescente —ejercidas exclusivamente por adultos— revelan dimensiones semióticas del ejercicio
del poder (Foucault 1999) que no solemos ver, en muchos casos, porque “hacemos
lo que consideramos mejor para ellos”, en cuyo caso resulta apremiante
reconocer que el “gusto por”, el “amor a” o la “obligación para con” no
significa que haya intenciones de entender o dialogar con un Otro de manera
horizontal; muchas veces, es todo lo contrario. Considerar que un niño no es
acreedor por sí mismo a derechos humanos (que depende de la venia de otra
persona “con la facultad para hacerlo”) equivale a negarle cualquier tipo de agencia
sobre su propia vida, presente y futura, y lo reduce a propiedad del tutor —ya sea que éste sea capaz o no, que le importe o
no. Tan es así que muchos adultos reclaman con fiereza que nadie tiene por qué
decirles cómo educar a sus hijos o que, bajo su techo, ellos pueden hacer lo
que quieran (esto es algo que los mediadores de lectura escuchan con frecuencia
y, a veces, repiten). Por ello, Fuentes Alcalá y compañía buscan desarrollar su
análisis en torno a la naturaleza intrínseca de los derechos humanos (52-55): en
el momento en que éstos son declarados y ratificados por la comunidad
internacional, adquieren un carácter universal; es decir, en teoría están por
encima de legislaciones nacionales, locales y, por supuesto, por encima de criterios
arbitrarios particulares en el ámbito privado.
Así,
la producción, valoración y distribución de libros para niños y jóvenes son
prácticas que, en su actualización, confirman o confrontan la praxis según lo
que dicta la ley y viceversa, muestran
los vacíos en la descripción y regulación de prácticas específicas en un logos
articulado desde la abstracción: ¿qué tipo de libros se escriben en un lugar y
un momento dados?, ¿de acuerdo con qué visión del destinatario?, ¿desde qué
lugar de enunciación?, ¿quién los revisa, los edita o los distribuye?, ¿con qué
propósitos?, ¿hay censura?, ¿quién censura, desde dónde, para qué?, ¿a qué niños
y jóvenes les llegan qué libros?, ¿qué tanto se toma en cuenta las respuestas y
reacciones de los jóvenes lectores para validar las cualidades de los productos
culturales?, ¿en qué medida dichas respuestas no están ya condicionadas por un deber ser impuesto desde afuera?, ¿cómo
influyen la clase socioeconómica y la etnia en el planteamiento y respuesta de
cada una de las preguntas anteriores?... Nunca hay que olvidar la naturaleza
política de nuestro quehacer.
En
este sentido, trabajar la literatura infantil y juvenil —desde cualquier frente— tendría que implicar un ejercicio constante de
reflexión epistemológica, no sólo alrededor de los conceptos de ‘literatura’, ‘libro’,
‘texto’, ‘niño’ o ‘joven’ sino también la propia ‘adultez’ a partir de la que
analizamos todo lo demás y cómo estas últimas categorías se definen por
oposición en un esquema vertical de superación o mejoramiento. No importa
cuánto queramos estar “del lado de los niños”, nuestra condición de adultos nos
vuelve partícipes y legitimadores de un sistema jerárquico que otorga autoridad
y poder absolutos sobre ellos, un sistema articulado según devenires históricos
diversos pero que, al final, opera de acuerdo con un mismo fundamento:
apropiarse y moldear potencialidades. Porque a lo largo de la historia y en
términos socioeconómicos —con mejores o peores intenciones— la niñez ha sido valorada en tanto potencia, en
tanto que su condición plástica y enérgica les permite perpetuar, reformar o
quebrantar líneas discursivas en las que nosotros, como adultos, ya estamos
irremediablemente inmersos y en las cuales tenemos un tiempo limitado de
acción. Ellos son nuestros herederos, quiéranlo o no.
Volvamos
al principio: ¿qué relación tienen los derechos humanos con la literatura
infantil y juvenil? No se trata de los derechos que podemos enseñar a través de
los libros como contenido (y que suelen terminar como panfletos de palabras
vacías), sino de los derechos que les reconocemos a los niños y jóvenes como
sujetos singulares con voces propias, de nuestra disposición para ser
interpelados por ellos y del cuestionamiento que estamos dispuestos a hacer de
nuestros privilegios y nuestras concepciones sobre lo que son (o no son) esos
Otros que nos dan esperanza, que nos aterran y que amenazan la aparente solidez
de nuestros discursos.
BIBLIOGRAFÍA
Foucault, Michel 1999, Estrategias de poder, intr., trad. y ed.
de Julia Varela y Fernando Álvarez Uría, Paidós, Barcelona.
Fuentes Alcalá, Mario Luis et
al. 2015, Conocimientos, ideas y
representaciones acerca de niños, adolescentes y jóvenes. ¿Cambio o
continuidad? Encuesta Nacional de Niños, Adolescentes y Jóvenes, UNAM/Instituto
de Investigaciones Jurídicas, México.
INEGI s.f., “Población.
Volumen y crecimiento” en el portal oficial del Instituto Nacional de
Estadística y Geografía, disponible en: http://www3.inegi.org.mx/sistemas/temas/default.aspx?s=est&c=17484 [10 septiembre 2016].
[1] En el estudio se señala con
alarma que estos resultados son muy similares a los de la Encuesta Nacional
sobre Discriminación en México (Enadis) realizada en 2010 (48-47).